martes, 18 de septiembre de 2007

SAN LA MUERTE una voz extraña


Al encarar la dirección de este proyecto, la primera lectura que hicimos fue la de que nos encontrábamos frente a un núcleo de experiencias estéticas, mágicas y psicológicas superpuestas, una acumulación sin fin de sustratos que se alimentan, niegan, afirman y modifican entre sí. Comprendimos que nunca como en este caso, ante el grosor de conceptos y las honduras ritualísticas de San La Muerte, profundizar en algunas de sus manifestaciones artísticas resultaba la aguja adecuada para atravesar lo que iba descubriéndose con insólita fuerza frente a nuestra mirada.

La alegría de poder exhibir obras de artistas con una frescura como la de Aquiles Coppini, y la de tantos imagineros, orfebres y tatuadores de la Guaranía, es muy grande. Y el privilegio de haber reunido a estas voces ora contrapuntísticas ora complementarias para hilar este relato, también.
Marita Carozzi y Daniel Míguez, antropólogos, eran las personas idóneas para hacer pie en terra incognita y, justamente, señalar hacia la multiplicidad de lecturas posibles; el hallazgo del relato de Walsh nos despertó la certeza de la necesidad de que esté incluido en este libro; Gustavo Insaurralde habla desde la crítica artística, y resulta imprescindible en su propósito; la prosa y la visión personalísimas de Horacio González ponen al negativo las lecturas sobre el tema, realizando un registro del registro de la imagen; Aurelio Schinini, con su conocimiento acerca de lo que se habla a media voz acerca del santito, nos sedujo de modo que le insistimos para que escribiera aunque fuera parte de ello; y pensamos que la palabra de Hugo Mujica provocaría una nueva inversión de lecturas, y una cadencia necesaria para cerrar el trabajo.
Iván Almirón resultó ser, además del artista con el perfil justo para el trabajo fotográfico, un excelente compañero de ruta durante los días en los que lo realizamos.

En una poesía, Antonio Gamoneda habla de que “hay que conectar, tejer lo que el hombre ignora”. Confiamos en que este tejido compuesto de registros visuales y literarios quizá conecte en algunos, como nos sucedió a nosotros, con la capacidad de conmoción ante la potencia de un misterio.

Juan Batalla / Dany Barreto
Colección Arte Brujo


Pintura mural, Solari, Corrientes, 2004.

lunes, 17 de septiembre de 2007

MÚLTIPLES VERSIONES DEL "MÁS JUSTO DE LOS SANTOS"
Por María Julia Carozzi y Daniel Míguez


Juan, 25años, Corrientes, 2004.




El culto a San La Muerte florece particularmente en aquellas regiones en que poblaciones originarias de habla guaraní atravesaron la experiencia de ser “reducidas” en misiones jesuíticas. En esas áreas geográficas las formas de vincularse con el santo son múltiples. Para algunos, San La Muerte ofrece una protección absolutamente personal e intransferible que sólo será accesible a otro cuando -después de la propia muerte- se apodere de la talla. Otros -curanderos y payés-, invocan su poder en favor de clientes y pacientes al tiempo que lo mantienen oculto a sus ojos. Para algunas personas es un santo doméstico que habita en un rincón escondido de la casa y protege sin distinción a todos los miembros de la familia. Otras lo ofrecen a la adoración de promeseros en un altar del que se constituyen en cuidadoras o guardianas y de cuyo mantenimiento se hacen responsables de por vida. Algunas de estas últimas se encargan de organizar fiestas públicas en el día del santo, que para algunos es el 13 y para otros el 15 de agosto.
También son múltiples los poderes de San La Muerte: como casi todos los demás santos populares, recibe ofrendas y, a cambio, otorga favores relacionados con los principales problemas de la existencia humana. Es apto para recuperar el amor, la salud y la fortuna. Protege contra los daños, cura el mal de ojo y trae suerte en el juego. Pero también es claro que algunas particularidades lo diferencian de otros integrantes del panteón popular: libra de la muerte a quien lo lleva tatuado o “incorporado” y puede causar la muerte a los enemigos de sus devotos. Estas propiedades lo han vuelto el santo protector de aquellos que viven vidas violentas, donde el riesgo de morir es frecuente: muchos de los presos de la cárcel de Corrientes, en algunos casos personas vinculadas al delito, la violencia y el riesgo, practican las formas más corpóreas del rito que consisten en incrustarse bajo la piel a un San La Muerte tallado en una bala o en una falange humana y tatuarse su imagen como protección.
La multiplicidad de funciones y prácticas asociadas al santo en los que alguna vez fueron territorios de las misiones jesuíticas no parece ajena al secreto que debió rodear su culto ni a la antigüedad de este (el primer registro escrito de una figura tallada de La Muerte data en el año de 1735 su obtención, realizada mediante el robo a “un indio viejo”). El culto de los huesos, tanto de los grandes shamanes guaraníes como de los niños muertos -que servían a los payés vivos para comunicarse con el mundo de los espíritus-, era perseguido por los jesuitas, quienes no dudaban en encontrar actos de inspiración diabólica en estas amenazas de reinstauración de una tradición que amenazaba su autoridad. En tiempos inmediatamente posteriores a su expulsión, efectuada en 1786, la mera posesión de una imagen de bulto de la muerte constituía suficiente evidencia para ser juzgado por hechicería. Por un largo período, la Iglesia Católica continuaría la persecución del culto bajo amenaza de excomunión. Desde tiempos remotos, el santo y su devoción debieron entonces mantenerse ocultos, apenas revelados a los íntimos, en un secreto que a un tiempo agigantó sus poderes y multiplicó sus interpretaciones.
Las fiestas dedicadas a San La Muerte parecen constituir los únicos momentos de intercambio público de sus poderes y hazañas. Sin embargo, ni todos los devotos asisten a ellas ni todos los que asisten son dados al intercambio verbal durante el desarrollo de un ritual que prefiere las oraciones repetidas, las velas, las ofrendas, el asado y la bebida compartida, la música del chamamé, la procesión y el baile.
La antigüedad y la escasa publicidad de los saberes relacionados con el santo también parecen haber resultado en una miríada de historias asociadas a él que resuenan a un tiempo con la catequesis jesuítica; con la buena muerte del barroco español; con los espíritus de los héroes civilizadores y los grandes shamanes guaraníticos fallecidos que ayudaban a los payés vivientes; con los muertos capaces de atrapar a los vivos y producir desgracias de la tradición congo (en 1760 más de un cuarto de la población de Corrientes era de origen africano); con los gauchos alzados perseguidos por la justicia, poderosos en vida y milagrosos después de muertos, de la religiosidad popular y con los exús que habitan en los cementerios de las religiones afro-brasileñas.
En medio de esta diversidad, sin embargo, los relatos asocian repetidamente a San La Muerte con la justicia -se trata, dicen, del santo más justo-, aunque los significados que se otorgan a este concepto también son diversos. Algunas versiones indican que es un “santo justo” porque sirve para recuperar objetos robados y castigar a quien los ha tomado indebidamente. Otras, aluden a la justicia de la muerte, que se lleva por igual y sin consideraciones a ricos y pobres, poderosos y humildes, mujeres y varones.



Anónimo, Iberá, Corrientes. Hueso, 4,8cm. Colección Schinini.




En ciertos relatos, sus tallas aparecen protegiendo al Gauchito Gil o al Gaucho Lega, perseguidos injustamente por los encargados de hacer cumplir la ley y de quienes se dice que robaban a los ricos para ayudar a los pobres, asociándolo por esta vía indirecta también con la justicia social. En otros, más frecuentes, se afirma que es justo porque concede favores pero castiga muy severamente al promesero que no cumple con su obligación, promoviendo de tal modo un trato cuidadoso por el que no conviene invocarlo en vano. San La Muerte mantiene entonces, en las múltiples versiones que circulan en el que fuera territorio de las misiones, un cierto código moral que debe acatarse. Aun en las ocasiones en que su culto está en manos de personas que transgreden la ley y emplean la violencia, estas personas tienen numerosas obligaciones para con el santo con las que deben cumplir a cambio de su protección.
Acompañando la voluminosa migración de la población litoraleña, San La Muerte también se instaló en los suburbios de las grandes ciudades, fundamentalmente en el conurbano bonaerense. En ese ámbito, su devoción ha pasado por períodos de escasa visibilidad, en los que si bien existían personas que profesaban el culto de manera privada, o en grupos pequeños que mantenían las creencias de su pueblo de origen, no había una presencia pública notoria de la devoción. Los cambios y transformaciones que se produjeron en la última década conllevaron una expansión del culto. Como suele ocurrir con las devociones populares, ese resurgimiento implicó cambios: el San La Muerte que se expande en los noventa en los suburbios de Buenos Aires es algo distinto del que conocemos tanto en las provincias del litoral argentino y en el Paraguay como entre los migrantes provenientes de ese origen y sus descendientes inmediatos.
Hasta donde lo hemos podido ver, el San La Muerte que reaparece en el conurbano de Buenos Aires en los noventa se relaciona fuertemente con la emergencia de una cultura juvenil de la transgresión. El santo aparece tatuado en los cuerpos de muchos jóvenes de los sectores suburbanos empobrecidos que se dedican al delito. Pero los jóvenes que se tatúan a San La Muerte, a diferencia de lo que se suele encontrar en el litoral, no conocen del todo al santo: no averiguaron su origen, no saben demasiado sobre su historia, ni están enterados de los deberes y obligaciones que genera llevarlo. Muchos, pese a tenerlo tatuado, dicen no creer totalmente en él. Algunos señalan que lo llevan porque les gustó la imagen, otros porque saben que ‘protege de la muerte’, pero no conocen la tradición ni le presentan ofrendas. Posiblemente, en la identificación con el santo no pese tanto la posibilidad de la protección o las connotaciones morales del mito, sino la estética: su imagen algo amenazante, vinculada a la muerte y a la violencia, representa la relación de oposición que muchos de estos jóvenes establecen con la sociedad convencional, al tiempo que expresa la permanente cercanía con la muerte que experimentan en sus vidas. De tal modo, agregan otra manera de relacionarse con el santo a las ya existentes e imprimen un nuevo impulso a un culto que parece encontrar en la multiplicidad de las formas de vinculación que alberga una de las claves de su vigencia y dinamismo.


MARÍA JULIA CAROZZI recibió su doctorado en Antropología de la Universidad de California, Los Angeles. Es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y vicepresidenta de la Asociación de Cientistas Sociales de la Religión en el Mercosur. Ha investigado sobre santos populares, nuevos movimientos religiosos, la Umbanda y el movimiento New Age en Buenos Aires. Sobre estos temas publicó tres libros y numerosos artículos en Argentina, Brasil, México, Italia y Bélgica. Actualmente investiga las concepciones, experiencias y transformaciones del cuerpo en diversas manifestaciones de la religiosidad popular

DANIEL MÍGUEZ es Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, Doctor en Antropología por la Universidad de Amsterdam, Investigador del CONICET y de la Universidad de San Martín y profesor de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires. Ha investigado sobre cultura y marginalidad, particularmente en las áreas de educación, delito y religiosidad popular.
SAN LA MUERTE*
Por Rodolfo Walsh


Capilla de San La Muerte, Empedrado, Corrientes, 1999.


Las palabras se hacen borrosas en la tinta del papel escrito o tiemblan en la voz de los fieles que a la luz-y-sombra de las velas se arrodillan bajo la mirada sin pupilas de una figurita esquelética, que en los ranchos más humildes del Paraguay y el nordeste argentino preside el destino de sus habitantes, combina sus amores, los guarda de peligros o los hace ganadores en el juego. La gente lo llama el Señor de la Muerte.
Su forma es la representación clásica de esa alegoría: un esqueleto sentado o de pie que a menudo lleva una guadaña. Millares de fieles le rinden un culto semisecreto, que culmina el 15 de agosto con las “misas” que le ofrecen ante los altares de las capillas privadas.
¿Desde cuándo? Las primeras referencias bibliográficas son las muy recientes publicadas por los investigadores chaqueños Raúl Cerrutti y José Miranda.
Pero el culto es antiguo, a juzgar por el aspecto de algunas imágenes y por el testimonio de viejos devotos cuyos recuerdos se remontan a más de medio siglo.
En la campaña correntina o el cinturón de villas miseria que rodea a Resistencia, en pueblos de Formosa o ciudades de Paraguay, el Señor de la Muerte —o San la Muerte— es amado, temido, premiado, castigado, invocado para bien o para mal. Algunas de sus devociones no se diferencian de las más apacibles del culto cristiano; otras se aproximan al vudú, y de ellas no se habla o se habla con un temblor en la voz.

Vida y Milagros
—Allá arriba está él —dice la paraguaya Fabiana Irala, señalando con la mano un rincón del rancho oscuro, donde hay que agacharse para entrar.
La figurita tallada se vislumbra apenas en la vitrina semicubierta de trapos negros que corona el altar. Después, sobre la mano de Fabiana, se define en líneas toscas y vigorosas, con las costillas pintadas de negro y una sumaria guadaña o báculo de metal en la mano derecha. Para pedirle algo, hay que sacarle el bastoncito y prenderle una vela. Pero si es algo importante, taparlo con un paño negro y tenerlo en un rincón hasta que se cumpla.
—¿Qué le piden?
—Te da todas las cosas, señor, todo lo que vos querés. Milagroso é. Cura, pero de toda enfermedá. Hace salir gente de la cárcel y es bueno pal amor.
(Le prendimos tres dedos de vela.)
El santo de doña Fabiana cumple los requisitos de la ortodoxia: tallado en hueso de cristiano y bendecido siete veces por un sacerdote. Esto es lo más difícil, pero Fabiana no tuvo necesidad de llevar la figurita escondida dentro de una vela o de otra imagen:
—A mí me lo bendició el padre cura de San José.
Hay algunos que lo usan para mal “y le tienen infiel”, explica en Villa Federal, Resistencia, la médica Trinidad López, que tiene un santito de hueso y otro de plomo, muy visitados. El enemigo señalado por el conjuro “se seca y se muere”. Pero ella —aclara— sólo los tiene para proteger su casa.
En Bañado Sur, ciudad de Corrientes, encontramos las dos imágenes más perfectas del Señor de la Muerte. De unos ocho centímetros de alto, estaban talladas en palosanto por el mismo artesano anónimo. Representaban a la muerte sentada, pero había sutiles diferencias: una era más enjuta y apretaba las sienes entre las manos; en la otra, las manos sostenían la mandíbula.
—Este es el Señor de la Muerte —aclaró la propietaria—. Aquel, el Señor de la Paciencia.
El fetiche entronca pues con una figura del culto cristiano, y en muchos lugares se los nombra indistintamente. Quisimos fotografiar las dos piezas de notable artesanía, junto con un par de hermosas tallas policromadas de Santa Catalina y San Antonio. Pero la señora Irma se opuso.
—Él se enoja —explicó.

Una sonrisa burlona
La mujer arrodillada pronunciaba las invocaciones, y una docena de devotas con cirios en la mano respondía en un coro atenuado y plañidero. La pirámide del altar crecía en niveles de importancia, con sus santos de yesería, su Baltasar negro, sus estampas litografiadas y hasta un raro “display” donde figuraban San Martín, Belgrano y Gardel entre floreros de vidrio y ramilletes de plástico. Coronándolo todo en la capilla particular de Cecilia Medina, un Señor de la Muerte cincelado en plata presidía desde su trono, con irónica sonrisa, ese mundo de caras oscuras, de miradas expectantes y ropas muy pobres.
Era “el señor de los buenos y de los malos matrimonios”, el que obliga al ladrón a devolver su robo, el que dispone que el amante desdeñoso “en la cama en que duerme se encontrará afligido”, el que impide a la amada “aular con ningún hombre”, el que es invocado “por los cuatro vientos del mundo”.
Decenas de fórmulas circulan en cuartillas rudamente manuscritas, centenares de milagros se le atribuyen, millares de velas arden en su honor.
¿Pero quién fabrica esa misteriosa figurita? La médica Asunción Ramírez nos mandó a los confines de la ciudad y de la tarde en pos de un santero que no existía. Lo buscamos luego en direcciones equívocas de remotas callejas polvorientas, en erróneos recuerdos, desconfianzas, evasivas.
En Resistencia conocimos, por supuesto, a Carlos Maule, un artista pop “avant la lettre” que rodeado de cadáveres de máquinas, frustradas heladeras y restos de armas de fuego, construye en su taller mecánico singulares esculturas de bronce y de chatarra. Maule talla en hueso de vaca (“el hueso humano es mal material”) un San la Muerte estilizado y sobrio.
—Es milagroso —afirma burlonamente—. Me siento a hacerlo con una copa de coñac al lado. En cuarenta minutos termino la copa y termino el santo. Tengo para una botella más. ¿No es un milagro?
Las imágenes de Maule son veneradas en más de un oscuro rincón en las rancherías chaqueñas. Pero aún no habíamos encontrado al artista naif que toscamente talla las facciones de la muerte en un palito de ruda o un segmento de tibia y cree en su oscuro sortilegio.
Del otro lado del río, la doctora Alicia Gare iba a ponernos en presencia de uno de estos raros artesanos.



Anónimo, Corrientes. Hueso, 4,3cm. Colección Schinini.



El santero
—Me buscaban a mí —dice con su voz tranquila y servicial.
Ha entrado con nosotros por el portón de la vieja penitenciaría de Corrientes y viste de calle. Pero el envoltorio de papeles que trae bajo el brazo guarda las ropas azules del recluso Cirilo Miranda, que es él, condenado a veinte años de cárcel por un crimen apasionado y salvaje, de superflua memoria aunque él lo recuerde mientras desgrana día por día los dos años y cuatro meses que le faltan para salir en serio: y no como ahora, que ha ido a hacer “un trabajito particular para afuera”, según se acostumbra en este presidio.
Entre los canteros verdes y los muros rosados del patio, Miranda despliega sobre un banco las figuras de su arte, la docena de santitos y de historias que, de golpe, son una insólita lección de antropología práctica. Por supuesto, allí está el Señor de la Muerte.
Ya no sabe Cirilo Miranda cuándo empezó a manejar el formón romo, el buril de punta casi invisible, la sierrita minúscula que son sus únicas herramientas permitidas. Sabe que le enseñó a entallar don Julio Conti “uno de los reclusos más viejos, creo que ya no existe más”, y que el primer San la Muerte que copió se lo trajeron de Paraguay, pero se lo piden de todas partes porque es muy milagroso y el que lo invoca “suele salir a flote de sus trámites de apretura”.
—Porque resulta —dice— que el Señor de la Muerte es la imagen de la calavera de Nuestro Señor Jesucristo. ¿No ve que uno de los crucifijos grandes que llevan los padres curas tiene una calavera, sin ojo, sin nariz, ahí en la cruz?
La mano con el buril se desliza ahora, segura, sobre el oloroso pedacito de palosanto con que el preso cumple su más reciente encargo. Pero también talla en hueso, y si es hueso de cristiano, mejor, porque “ese ya está bendecido dos veces”.
¿Conoce las oraciones? Conoce, y aquí lleva una, señor. ¿Sabe que hay una para no caer preso? Eso no sabe, y se ríe, y si hubiera sabido no estaría aquí, pué, y se vuelve a reír contagiando al racimo azul de penados que se han reunido a nuestro alrededor contra el fondo de rejas y de muros rosa, y que al fin saben en qué gasta Cirilo Miranda sus largas horas en la celda sin decirles nunca una palabra porque esta, señor, si se quiere, es una cosa secreta.

Retablo insólito
Puestos sobre el banco los santitos hablan desde el fondo de una mitología inédita, de un pueblo ignorado. El preso de tez oscura les presta su voz.
Ahí está la mujer crucificada, versión femenina del Cristo:
—Santa Librada, que está en la cruz, pué. Ahí el prodigioso cazador, montado en un tigre:
—Ese es el San Son.
El misterioso hombrecito que lleva una taba en la mano derecha y “un puñao e plata” en la izquierda:
—Ese es un famoso pal juego. Lo llaman Lamodei. Y el domador de un toro:
—Prendido a las guampas. Es San Marco, que está para dominar la cuestión de animales salvajes.
Ahí por fin la conmovedora pareja de santos tomados del brazo, unidos en el tierno amor de la madera:
—San Alejo, señor, que le dominó a Santa Marta, la virgen más hermosa que se ha conocido en el mundo.
Solamente la perversa, la inquietante y peleadora Santa Catalina está ausente porque su devoto Cirilo Miranda sabe que no es bueno tenerla —aunque la haga para otros— ni prenderle velas ni darle confianza, y sí solamente pedirle, en los momentos de aflicción, que sus enemigos y autoridades no tengan ojos para verle ni boca para hablarle ni manos para pegarle ni pies ni corazón para ofenderle.
Así sea.


RODOLFO WALSH nació en Choele-Choel, Río Negro, Argentina, en 1927. Comenzó trabajando en una editorial como corrector, traductor y antólogo. En 1950 ganó un premio en el Primer Concurso de Cuentos Policiales. Ya en 1957 publica la célebre Operación Masacre. Fundamental en la literatura argentina, su vasta obra narrativa y periodística destaca títulos como Los oficios terrestres (1965) y Quién mató a Rosendo (1969). En sus últimos años creció su actividad política, y en 1977 es muerto durante una emboscada de paramilitares.



*Esta crónica fue publicada originalmente por la Revista Panorama en su N° 42 de noviembre de 1966, y pertenece a una serie de diez que Walsh escribió entre ese año y 1967, siguiendo un proyecto propio de indagación acerca de aspectos profundos y poco visibles de la cultura popular argentina. Aparece en este libro gracias a la gentil autorización de Ediciones de la Flor.
IMAGINERÍA


Aquiles Coppini, Corrientes. 2 tallas de hueso, una pintada, 6,6cm y 4,8cm. Colección particular.



Aquiles Coppini, Corrientes. Hueso, 3,9cm. Colección particular.



Aquiles Coppini, Corrientes. Hueso, 4,1cm. Colección particular.



Jorge Abel Lossada, Mercedes, Corrientes. Plata 2,6cm. Colección particular.



Anónimo, Corrientes, 1982. Bala tallada y vaina 38, 3,2cm. Colección Schinini.


Cándido Rodríguez, Cappiatá, Paraguay. Madera pintada,25cm. Colección Garcia Uriburu.



Anónimo, Corrientes. Hueso, 4,3cm. Colección Schinini.




Aquiles Coppini, Corrientes. Madera, 6,2cm. Colección particular.



Anónimo, Corrientes. Madera, 4,9cm. Colección Schinini.



Anónimo, sin datos. Hueso, 3,8cm. Colección Garcia Uriburu.
EL CUERPO COMO METÁFORA DE FÉ
Por Gustavo Insaurralde

“El primer interés del espíritu consiste en transformar
el cuerpo en órgano cabal de la voluntad”. George Hegel





San la Muerte tatuado, huella de porfiada devoción. Rúbrica de un pacto. Marca de poderosa omnipotencia. Así puede imaginarse el principio de algunos de los enigmas alrededor de esta misteriosa creencia popular fuertemente arraigada en el nordeste de Argentina y en Paraguay.
A lo largo de la historia y en las distintas culturas, el tatuaje constituye un símbolo de posición social, aunque en nuestros días esa práctica está más ligada a la moda y la estética, careciendo de significación referencial alguna. En el caso de San la Muerte, el tatuaje adquiere una original dimensión mística al grabar definitivamente en el cuerpo una imagen que evidencia la comprometida idolatría en que se manifiesta absoluta convicción y lealtad. De esta manera, la perspectiva hegeliana alcanza su definitiva potestad al asumir un cuerpo interpretado como enclave de la identidad existencial. Este paradojal hecho puede analizarse a partir de la sentencia del filósofo francés Maurice Merleau-Ponty cuando afirma: “Un cuerpo es para el alma su espacio natal y la matriz de todo otro espacio existente”.
Ya en la cultura griega se celebraba a un cuerpo visualizado como territorio del espíritu y, sin dudas, aquí, a partir de la insignia emblemática de San la Muerte, se construye la sumisa pleitesía de un dogma. Merleau-Ponty sostiene: “El cuerpo es a la vez vidente y visible para los otros. Aquel que mira todas las cosas que lo rodean, que se convierten como sus prolongaciones, en parte de sí, puede mirarse a sí mismo viendo, por ejemplo, en un espejo. Es, además de visible, sensible para sí mismo. Por eso el cuerpo humano no es una suma de partes, sólo existe cuando entre vidente y visible, entre tocante y tocado, entre un ojo y el otro, entre la mano y la mano, se hace un entrecruzamiento que alumbra el sentir sensible“.
A partir de esta lectura se puede afirmar que, si bien el culto a través del tatuaje implica cierta intimidad por la privacidad y marca una relación personal con el santo, al mismo tiempo adquiere trascendencia desde el momento en que la grafía toma estado público desde la exterioridad y una observación consensuada. De esta manera, el tributo concebido desde el cuerpo mismo se convierte en alegoría de la fe pero primordialmente en elemento de prédica, ya que es un recurso de afirmación y reconocimiento de lo que se profesa.
A través del relevamiento realizado se observa una asombrosa disparidad en la estética de los tatuajes. Desde aquellos ejecutados con delineaciones rudimentarias explorando la piel como superficie de improvisación hasta algunos más elaborados y realizados respetando una programada planificación en la obra. Es innegable la influencia de algunas corrientes internacionales de la especialidad, especialmente de aquella arraigada alrededor de la música del rock pesado, que trabaja con imágenes catalogadas y cuyos diseños se reproducen con escasas diferencias de acuerdo al pedido formulado por el cliente. En esa serie se puede reconocer los más producidos desde el punto de vista ornamental, con figuras prolijamente acabadas y notable creatividad en su formulación conceptual. Por otra parte, entre los menos, se descubren dibujos de una simpleza atractiva y una ingenuidad fascinante, quizás los más originales, adquiriendo especial sentido de pertenencia y unicidad en el adeudo con el santo. A ello se suma la transcripción, parcial o total, de la oración dedicada a San la Muerte como complemento ineludible del sugestivo ofrecimiento.
A la hora de analizar la ubicación no puede establecerse un patrón, ya que en la mayoría de los casos cada cuerpo fue incorporando una nueva obra con el transcurso del tiempo. Sin embargo, puede afirmarse que gran parte de los devotos concentran su santo tatuado en el pecho, la espalda y los brazos.
Aquí también es preciso señalar el marcado empeño de los practicantes de alimentar al santo a través de persistentes incisiones que se infligen a sí mismos con el natural derramamiento de sangre y las consecuentes cicatrices como testimonio de la ofrenda.
La iniciación al culto está estrechamente vinculada a un dominio condensado de amenazas y cargado de peligros. En el caso de los presos, los tatuajes surgen como expresión de libertad, y de ahí la notoria expansión de San la Muerte en el reducto carcelario.
Los devotos registrados en este ensayo fotográfico son mayoritariamente jóvenes y algunos pocos mayores. Todos hombres, quizás por ser el tatuaje una práctica generalmente masculina, aunque ellos mismos comentan conocer algunas mujeres que expresan su reverencia a San la Muerte a través del trazo definitivo en la piel.





Un mito regional
San la Muerte -considerado pagano por estar ausente del santoral- surge a mediados del siglo XVIII, luego de la expulsión de los jesuitas. Sus actuales seguidores confiesan realizarle promesas para conseguir y preservar trabajo, hallar cosas perdidas, obtener el amor de alguien y vengarse de un desaire.
También conocido como Señor de la Buena Muerte, la tradición afirma que el amuleto sólo tiene efectividad si fue bendecido por un sacerdote católico. Para lograr la bendición del amuleto, su dueño lo lleva escondido en la mano mientras pide la bendición de una estampita, logrando la consagración de ambas cosas. Luego, se debe llevar el amuleto durante siete viernes seguidos a otras tantas iglesias.
El historiador chaqueño José Miranda Borelli aporta una conclusión que propone desentrañar el hecho desde una mirada sociológica: “Hay una serie muy amplia de santos populares, algunos de la tradición hagiográfica católica, otros no. Todos estos santos, con sus caracteres especiales, con su influencia recibida en la región, con sus rasgos que han surgido de la simbiosis cultural producida, son parte del contexto religioso y de la cosmovisión de los pueblos del nordeste”.

El poder de las tallas
San la Muerte toma cuerpo y su representación varía de acuerdo al imaginero que la realiza. La figura clásica es el esqueleto humano, parado, determinado por rasgos sencillos -casi minimalistas-, frecuentemente teñida de negro y que además está ornamentada por la tradicional guadaña, que en algunos casos posee toques de pintura sangre en su filo. Esta misma imagen puede estar vestida, generalmente con lienzos negros y rojos.
Otros ejemplares están sentados y el más usual es aquel denominado como “Señor de la Paciencia”, algunos con las manos en las sienes y otros sosteniendo la barbilla. Sorprende conceptualmente una talla que muestra a San la Muerte sentado sobre el mundo, como persuadiendo de su poder tanto sobre lo terrenal como lo divino.
Las estatuillas elaboradas a partir de una bala servida -que hubiera herido y especialmente matado a un bautizado- son consideradas como las más poderosas entre los devotos. Generalmente son usadas como colgantes llevadas al cuello. En esta misma categorización de las estatuillas eficaces se distinguen las realizadas en hueso humano -preferentemente de un recién nacido o de personas con poderes- con el predominio de una llamativa abstracción.
Respecto a la estética de la producción santera, se debe reconocer una línea originaria descendiente del barroco español que se articula con otra de procedencia netamente guaraní conformando un legado único y en permanente transición.




El protagonismo de los santeros
Aquiles Coppini (36 años) es el mayor referente entre los santeros de la cárcel, lugar donde se concentra una importante legión de devotos. Preso hace 14 años, rinde culto a San la Muerte desde la aparición del santo en un sueño, y por ello tiene el privilegio de custodiar el altar de culto general de los reclusos correntinos. Autodidacta por la ausencia de un maestro que buscó sin suerte, ahora guía otros jóvenes con la generosidad que él no encontró. Talla en madera y hueso -animal y humano-, posee algunos santos pintados y también otros vestidos. Su colección permite apreciar el riesgo artístico de su permanente innovación, con una estética propia y variada que prueba su talento pero también la devoción. Sus obras son valoradas y buscadas por distinguidos coleccionistas y entusiastas creyentes. En su cuerpo lleva sólo un tatuaje, porque -según admite- reserva su piel para una importante ofrenda que promete cumplir muy pronto. También ostenta joyas de oro, todas entregadas al santo por favores recibidos.
Entre los antecesores se debe mencionar como tallistas históricos de la cárcel a Cirilo Miranda, Julio Conti y Ramón González, quienes consolidaron la tradición. Hoy siguen este trabajo César D´Andrea y Julio Lezcano, pero sin dudas Aquiles Coppini es un referente ineluctable para conocer y desentrañar los misterios y secretos de San la Muerte.
Gregorio Cabrera (67 años) es santero de oficio, herencia familiar que lleva con orgullo y prudente silencio. Actualmente se desempeña como personal del Museo Provincial de Artesanías (Corrientes), donde también da clases y realiza trabajos a pedido. Aunque no confiesa ser devoto de San la Muerte, se puede advertir el fervoroso esmero puesto en cada una de sus estatuillas, realizadas con perseverante dedicación. La mayor parte de su producción está hecha en madera -especialmente palosanto- y algunos ejemplares pertenecen a la colección oficial, aunque también son muy valorados para altares privados.


Ramón Gregorio Cabrera en su taller dentro del Museo de Artesanías y Folklore de la ciudad de Corrientes, 2004.


Andrés Cáceres (oriundo de Derqui, como Cabrera) trabaja la madera y el hueso, especialmente el hueso humano, asignando a las falanges cierta potencialidad mágica benéfica para las tallas.
Jorge Abel Lossada (oriundo de Mercedes) es un reconocido orfebre que realiza sus santitos en plata y oro, fundamentalmente para ser incorporados bajo la piel.
La familia Rodríguez (Capiatá, Paraguay) representa una estirpe de tradición no sólo en la devoción sino también en la particular estética que caracteriza la producción seriada que logra. El rito santero se remonta al pionero Cándido -ya muerto-, cuya herencia perpetúa hoy su prolífica descendencia con una destacada fabricación artesanal de manufactura con cierto vestigio industrial, pero sin perder la solemnidad de rigor que impone la santería popular.
Aquí se aprecia una figura voluminosa y sensual, tallada en madera con rasgos definidos por una impronta personal que oscila entre la serenidad de una ilusión de ensueño y la pasión de una inquietante quimera. Además, se suma el tono blanco que define cada pieza con líneas negras que exaltan la figura.

Altares en el camino
Viajando por las rutas del nordeste argentino es frecuente encontrarse con pequeñas capillas dedicadas a San la Muerte. Algunas, como aquellas que rinden tributo al Gauchito Gil, se distinguen a lo lejos por las banderas rojas que flamean incesantes bajo el calcinante sol del verano y el inquebrantable viento norte de las tradicionales siestas desoladas. En otros casos, las improvisadas construcciones donde se venera a San la Muerte se encuentran en las inmediaciones de la modesta vivienda que habita el santero responsable del lugar, acompañado de su familia promesera.
Siempre la postal se completa con velas encendidas y consumiéndose sobre otras, todas testimonio efímero de una gracia pedida o concedida. Tampoco faltan las botellas de buena bebida arrinconadas en el suelo, que generalmente se convida a quienes pasan por el altar, más aun cada 15 de agosto, día dedicado a la celebración que rinde honores a San la Muerte.
Detenerse en un altar implica descubrir la extraña esencia del ritual a través de una visión onírica que enlaza la fugacidad del viaje con una inevitable mirada costumbrista signada por el imaginario colectivo. La revelación de lo ausente es un verdadero misterio hasta que uno se apropia de lo irreal asignándole el aura personal.


GUSTAVO INSAURRALDE (1971). Periodista cultural. Integrante de la redacción de El Diario de Resistencia, Chaco (1990-2003). Presenta y prologa artistas. Jurado de salones de artes plásticas regionales y nacionales. Colaborador de la Fundación Urunday para la Bienal Internacional de Escultura (1995-2002). Autor de notas publicadas en diarios de Argentina, Paraguay y Costa Rica. Autor de “Vientos de cambio. Protagonismo entre la transición y la evolución”, publicado en 50 años de arte chaqueño. De los pioneros a los nuevos lenguajes, editado por la Universidad Nacional del Nordeste (2003). Director de Recya –Revista de cultura y arte- (2003-2004). Corresponsal de Arte al día. Reside en Resistencia, Chaco.
UN ALTAR EN LA PIEL
Fotografías de Ivan Almirón


































Iván Almirón nació en 1962 en Resistencia, provincia de Chaco, Argentina, donde reside hasta ahora. En 1990 comienza su carrera como reportero gráfico, que ya no abandonará, en Al día, semanario editado en Resistencia. Ese mismo año participó de una exhibición fotográfica organizada por el Centro Cultural Nordeste de la UNNE. Desde entonces ha trabajado como fotógrafo publicitario para distintas agencias, así como para publicaciones institucionales y catálogos de artistas.
En 2003 pasó a ser jefe de fotografía para El diario de la región de Resistencia. En 2000 obtuvo la Mención Reportero Gráfico del Premio “Félix Roberto Wandelow” otorgado por el Sindicato de Prensa del Chaco. Sus fotografías han sido publicadas por medios como La Nación, Crónica, Página 12 y Revista XXIII.
En 2002 participó de la muestra “Mirada interior” en el marco del Festival de la Luz, en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires. En 2003 y 2004 realizó las muestras individuales “Click! a la realidad” y “El puente” en el Espacio Arte en Libertad, de Resistencia.
EROS, SANTIDAD Y MUERTE: UNA EXPERIENCIA FOTOGRÁFICA
Por Horacio González






Estamos ante un trabajo que consiste en ver cómo transmigra un objeto santo del hueso al cuerpo, del palosanto a la piel. Es la piel del encarcelado. El gesto del tatuaje corporal representa el arcaísmo mayor del arte. Quizás es posible decir que el cuerpo es la primer superficie del arte, antes que la piedra o el barro. De allí podría provenir el deseo de inmortalidad del cuerpo, puesto que el arte –sustituto del alma difusa- surgiría como algo superior a la carne transitoria. De todas maneras, esta serie de cuerpos inscriptos, cuerpos portadores de imágenes y textos, significan la escena primitiva de lo religioso, su grado más elemental y sacrificial. Hay que ver el tatuaje como una remota forma de suplicio, que lleva en sí misma su seña de protección. El tatuaje protege y conmemora, sobre la base de que hay un daño que se apartó para siempre si consigo ponerlo penitencialmente sobre mí.

La serie fotográfica compone cuerpos con tatuajes de San La Muerte y estatuillas del propio Santo provocativo, señor del conjuro y la intermediación equívoca. Hay aquí una feliz acumulación artística cuyo tema es el primitivismo sarcástico de lo sagrado, con su versión tallada en los cuerpos. Es lo que parece llevar a un hedonismo de la representación de lo aciago. La muerte y el eros, otra vez en matrimonio socarrón. La mirada fotográfica realiza una exploración intensiva, de antropólogo exigente, jugando con el lienzo de esos cuerpos que han confiado el tatuaje a sus distintos escondites, como en una caverna con extrañas dificultades de acceso.





Es que los cuerpos son como cavernas o santuarios, paredes prehistóricas. Las fotos remarcan una lejana y suave procacidad, contenida entre las efigies desafiantes del inmemorial Señor de la Guadaña. Su imagen responde a la representación heredada de la osamenta que aún carga su forma humana, la proverbial alusión animista a la muerte. Su santificación espontánea responde sin duda a un acto de inversión carnavalesca de la divinidad, lo que permite aventurar que ha surgido de cárceles, guerras y carencias. Es el Cristo subvertido, como se sabe, que en la oscura intuición de sus seguidores se estira satíricamente hasta sus antípodas.

Es un culto irónico que así fusiona el poder de la divinidad con la estampa irreverente del que espera la hora de la siega. El barroquismo exploró esta imagen dramáticamente para acercar las religiones institucionales al uso de ídolos, estampas, tallas, medallas, objetos encantados y propiciatorios que son intermediadores entre los deseos y su cumplimiento, o mejor, entre los deseos y la oscura ansiedad de destino que ellos provocan.
Como contrafigura y fetiche de una teología negativa, San La Muerte es parte de la vasta imaginería popular, a la que el periodismo y la antropología le han dedicado hace décadas sus interés. Data de cuarenta años el artículo de Rodolfo Walsh (escrito con el mismo tono que se reconoce en su Operación masacre) en el cual registra esa “mitología inédita” que atraviesa las oleadas de tiempo de las culturas populares, y recientemente recordamos los estudios de simbologías populares que ha emprendido Rubén Dri. Sin embargo, aquí se emplea la foto como un arte de devolución del fetiche al fetiche de los cuerpos.

También aparecen fotografiadas, por cierto, tallas en sus más diversas configuraciones. Lo que de allí surge es un catálogo de formas encantadas, legadas por milenios de talladuras populares, impresionantes en su rudeza de gruta idolátrica, con un santoral ingenuo que juega con un sentimiento aterrador. Este juego es precisamente lo que reproduce la lente de los fotógrafos. La obra artística que ellos componen restituye al cuerpo su carácter de intermediario entre el arte y el amuleto. Hacen del cuerpo un tabernáculo de fe oscura.

La foto busca los ángulos y las perspectivas de brazos, piernas, torsos, espaldas, en sus recodos sigilosos. Hurga en las escenas más desgarradoras del sacrificio y el exorcismo, con esos brazos levantados, esos bustos que no dejan su oscuridad sensual mientras se ponen en involuntaria plegaria para el retrato. Emocionante comprobación de la forma más extrema de las invocaciones, culto secreto contra la desesperación, que el arte fotográfico encuentra como voto de sanación y sustitución religiosa. Pero una religión sustituida es otra religión, cuestión que la filosofía ha indagado y estas fotos liberan de su cárcel en los mismas soportales de la cárcel.


HORACIO GONZÁLEZ es profesor de Historia de la cultura argentina en las universidades de Buenos Aires, Rosario y La Plata. Autor de los libros: Arlt, política y locura; La crisálida: dialéctica y metamorfosis; Restos pampeanos; Retórica y locura; Filosofía de la conspiración; El filósofo cesante; La ética picaresca, entre otros. Miembro de la revista de crítica El ojo mocho. Actual subdirector de la Biblioteca Nacional.


Jorge, 18 años. Corrientes, septiembre 2004.


Daniel, 35 años. Corrientes, septiembre 2004.


Miguel, 23 años. San Roque, septiembre 2004.


Ariel, 24 años. Corrientes, septiembre 2004.
DEVOCIÓN POPULAR EN TALLAS BENDITAS
por Aurelio Schinini





Dentro del área guaranítica existen varios “santos” a los que la gente acude buscando protección en el campo de lo sobrenatural. Se da en el marco de un culto generalmente personal, cuyo ícono pertenece a un único dueño, y acerca del cual sólo la persona que lo utiliza tiene conocimiento. El hecho de ser un culto privado cuyo ícono no es compartido con nadie, esta exclusividad, le confiere a su dueño ciertos poderes con los que se ve beneficiado mientras dure este trato exclusivo.
La devoción a imágenes puede ser privada o pública. Se tiene así al Gaucho Gil, cuya devoción se practica en altares populares, al paso de la gente. La mayoría de estos altares están ubicados de la casa hacia la calle o mirando hacia donde transitan otras personas. Mientras que a ciertas imágenes, como las de San La Muerte, San Biquicho, San Alejo o Santa Catalina, generalmente se les rinde culto privado, que no se comparte con el común de la gente.

La adoración a una imaginería popular tiene como protagonista distintivo a San La Muerte, Señor de la Muerte o de la Buena Muerte, que habitualmente está representado por una talla sobre hueso que, si es de humano, resulta mejor. Hacerlo o tallarlo en huesos humanos le da mayor poder a la talla. Los huesos de la mano le confieren más fuerza, y los mejores y aun más poderosos son aquellos realizados con la última falange del dedo meñique. El de la mano derecha es usado para obtener una talla cuyo fin es el de castigar o hacer daño fuerte, mientras que el de la mano izquierda se utiliza para obtener favores.

San La Muerte puede ser tallado también en madera, generalmente del mismo tamaño que el de hueso. Puede servir a distintas finalidades: para escarificarse podría ser de guayacán, una madera dura y obscura del monte chaqueño. O de cedro, y en este caso se talla y es usado para hacer milagros, conseguir favores o cuidar a quien lo posea. Al necesitarlo de poder más fuerte suele tallarse de urunday (del que se extrae parte del xilema en un día santo y al mediodía), madera dura de los bosques semidecíduos del nordeste argentino. Pero lo más intenso o fuerte se logra con madera de cajones de muertos o de cruces de muertos recientes, de no más de siete años de antigüedad, ya que se dice que ese “es el tiempo tras el cual el difunto abandona el féretro”.
En un diálogo con una mujer de la vida, ella me confesó que al caminar por la calle se encontraba protegida por un San La Muerte que llevaba puesto en su vagina, y que había sido confeccionado con madera del cajón de su abuela, a quien ella le pedía protección, prendiéndole velas y rezándole todas las noches antes de salir a trabajar. Al volver, “descansaba” a su San La Muerte en un vaso con agua bendita. Este amuleto hacía que esta mujer no se contagiase de “males” o de enfermedades que sus clientes pudiesen transmitirle (xx, Barranqueras, 2000). La mujer había logrado los beneficios a través de una curandera local que atiende a este tipo de personas, a quien concurren para obtener protección a través de sus poderes.

Los cazadores y los pescadores suelen llevar con ellos una talla realizada con el hueso de su caza mayor, o de aquella que haya resultado la más dificultosa. Para activarla se la debe “curar”, o sea, seguir un proceso de oraciones y exposiciones ocultas en ceremonias católicas. Esto también se logra bañándolas con sangre de las presas obtenidas en sucesivas cacerías.

El San La Muerte tallado en guayacán es para proteger a los marginales o a personas que viven peligrosamente. Para conjurarlo suele alimentárselo con sangre; esta talla, cuando está consagrada, gusta de ella. Se dice que él la “suele pedir”, y que hay que satisfacerlo, porque el santo puede tornarse victimario de aquel que lo atiende. O en muchas ocasiones, cuando se está por dar un paso peligroso, se le suele dar de comer para brindarle más poder. En este caso, nadie más que el dueño podrá saber de esto, y la ceremonia no se comparte con nadie.
Santa Catalina es “una santa fuerte”, con una relación muy directa con el santo. Su devoción se practica en privado. Se le prenden velas rojas los días viernes en un altar no compartido; cuando es necesario se la lleva consigo, y así “uno anda protegido”. Suele ir dentro de un pañito rojo, de seda o de terciopelo. Se la lleva a misa o a una procesión, siempre oculta.
Su imagen usualmente se talla sobre plomo, el rostro las más de las veces recuerda a San La Muerte, es sincrético (ver imagen 33). Es costumbre sumergirla en agua bendita los días martes o viernes. Esta imagen suele pasar de mano en mano y, quien la tiene, debe en vida indicar quién será su nuevo poseedor (que suele ser un pariente directo). En este caso se hace bendecir privadamente de vuelta. Esta renovación de su bendición también se practica cuando los favores que se le piden no se cumplen.
También este ícono pertenece a personas que viven al filo de la vida, tal vez marginales que precisan de una súper protección, ya que dicen que quien la tiene se halla protegido entre otras cosas de la policía; no es de uso para cualquiera. La talla no pasa de 5-7 cm. por 2 y 0,5 cm., pues en algunos casos se la lleva en el bolsillo o dentro de una bolsita colgada del cuello. “Dicen que ataja las balas” (Doña Eustaquia, Posadas, 1976). Ella refiere así al poder que protegía a su marido durante encuentros con la policía o con otros maleantes. También se dice que quien la tiene logra poder pero pierde el interés por el sexo (José, Saladas, 1973).
Las tallas de San La Muerte están generalmente arropadas con una tela roja, permaneciendo así ocultas por mucho tiempo. El que lo posee no suele ni mirarlo, por temor a que entre ellos se cree una confianza y el santo “se le dé vuelta”, ya que esta devoción siempre se realiza en base al castigo y al sometimiento; para lograr un favor, hasta habrá que tenerlo amenazado. La amenaza puede ser la de tenerlo hambriento o castigado en un lugar privado de tránsito humano, hasta que conceda el favor solicitado.
Y cuando uno logra lo que se propuso, el santo debe ser satisfecho y alimentado; pero nunca del todo, ya que así pronto estará dispuesto a cumplir con otro pedido, como si fuera una cadena cuyo engranaje nunca se termina.
Muchas veces se lo mantiene “atado”, en un decir popular; y nunca se lo vuelve a desatar; mejor es desatarlo y volver a atarlo por segunda, tercera o cuarta vez. Al no cumplir, se lo cuelga cabeza abajo y se le prenden velas al revés, de color negro o rojo.
Para tenerlo contento, se le realizan ofrendas, especialmente algunas ligadas a situaciones frente a las cuales la gente se siente desprotegida, y ante las que se busca en lo sobrenatural una cura para el mal. Podrían, por ejemplo, ser bebidas alcohólicas para aquellos dueños que poseen una talla y son alcohólicos. Usualmente se le da parte de la primera copa, bañándola, sumergiéndola (entonces se deja aparte un poco de la bebida para este efecto), escupiéndola, y hasta haciéndole tomar parte de un buche con alcohol dentro de la boca.
En algunos casos, cuando uno padece de un mal o de problemas físicos “también el santo lo padece”; así, al ingerir un remedio, éste también se le ofrece al santo protector. Muchas veces existe cierta complicidad e igualación Santo - Poseedor - Poseído. Suele pensarse que el mal llegó a través del santo, por venganza o por falta de ofrendas. Ante tal situación se le obsequia hasta que el poseedor se dé cuenta de que el mal le ha dado un alivio.
Tal vez lo más fuerte ocurre cuando ante una situación extrema se le ofrece sangre, la mayoría de las veces humana, ya sea la del enemigo o la propia. Para ello se realizan cortes en el cuerpo, con cuya sangre se baña a la imagen. Algunas veces son simplemente gotas. Tanto los cortes como la cantidad de sangre dependen de cada santo y de la necesidad de súper protección que se desée.


Aquiles Coppini, Corrientes. Hueso pintado, 7,4cm. Colección particular.


Ramón Gregorio Cabrera, Corrientes. Madera, 6,5cm. Colección Garcia Uriburu.



Santa Catalina, anónimo, Corrientes. Plomo, 4,8cm. Colcción Schinini.


Anónimo, Corrientes. Madera, 5,1cm. Colección Schinini.


Los conjuros preparados para San La Muerte pueden tener distintos motivos. Por ejemplo, los preparados para que los soldados correntinos llevasen a la Guerra de Malvinas (1982) fueron tallados en madera, huesos humanos o balas (ver imagen 34), pero todos con el fin de otorgar poder para matar al enemigo. El asunto se tornó muy complejo a la vuelta de estos hombres a tierras correntinas, por la cuestión ya mencionada de que la protección de San La Muerte puede darse vuelta. Se dice que muchos de ellos por causa de un “mal arreglo”, o sea, por carecer del conocimiento necesario en los pactos, sufrieron una venganza del alma del difunto enemigo: persecuciones, muertes, que hasta tuvieron que salir a realizar determinados actos con el fin de satisfacer al santo. Algunos de estos hombres dejaron a sus San La Muerte enterrados en las islas, otros lo llevaron al cementerio de Mercedes, o al sitio de veneración del Gauchito Gil, ubicado en esa localidad correntina.
Es que existen concordancias en muchos aspectos de ambos cultos. Entre las oraciones que suelen ser dichas, hay varias que los interpretan como semejantes, o quizá al Gauchito como “esencia” de San La Muerte. Eso sí, al Gauchito se le pide y a San La Muerte se le debe exigir una gracia.

El culto de protección con San La Muerte es temerario. A veces se escucha decir que el santo castigó a su dueño, otras, que lo llevó a cometer desmanes, y en estos momentos se sugiere volver a realizar su conjuro para que “esté contento”. Se vive hasta el final de los días con una talla y se cuida de no perderla. No se tienen dos o tres San La Muerte; la protección y la acción contra otras personas es a través de una sola talla. Se interpreta que cuando el santo no está contento se va, se pierde, o aun que enajena mentalmente a su dueño. Ciertas veces, al verse acorralado o perseguido, este lo lleva y lo entierra por un tiempo en un campo santo de tránsito humano, hasta aplacarlo o necesitarlo nuevamente, por aquello de que este culto siempre se relaciona con el castigo y la presión, y con el peligro y los extremos representados por la cuestión del encuentro con la muerte.

A veces, a San La Muerte se lo venera oculto en un altar familiar de devoción genéricamente católica, junto a otras imágenes; allí, además pueden encontrarse fotos, objetos y reliquias de antepasados. Las tallas de San La Muerte, tantas veces realizadas en huesos o madera del cajón de un desconocido, terminarán representando al difunto venerado en el altar, quien será el invocado cuando al santo se le pida un favor.
Al morirse un hombre que tenga una talla de San La Muerte incorporada bajo la piel, ésta le debe ser extraída ya que es el momento en el que el santo se apodera de su físico y el alma no se va del lugar. Los lugareños suelen decir que “no se muere del todo”.
La persona que le extraiga al difunto o al que padece en una larga agonía el San La Muerte debe ser un allegado, alguien especial. Para que el poseedor original pueda morir bien, el santo debe ser enterrado o pasar a la propiedad de la persona que realiza la extracción. Entonces, se promete y se lo conjura nuevamente. Y mientras dure el luto por el difunto, el santo permanecerá inactivo.
En algunos casos se le llama Señor de la Buena Muerte y, según sea su conjuro, puede servir para ayudar a morir y llevar lejos al difunto. Se le rezan novenas a los tres o nueve días, y aun al año del fallecimiento de su poseedor.
También existen situaciones en las que se dice que resulta problemático invocar a San La Muerte, tales como los casos en los que haya niños o ancianos próximos a la muerte, ya que se considera que “no están preparados para recibirlo”.

El temor lleva a buscar la conquista de cierto poder para enfrentarse al problema de la vida y su final. Cuando esto se da a la inversa, se observa el triunfo de la caducidad con castigos, enfermedades, derrotas, largas agonías o fallecimientos en los que el difunto no se va del área donde vivió físicamente, tornándose un alma vengativa o peligrosa.
Todos estos pactos del dueño o poseedor con la imagen son siempre un enfrentamiento entre la necesidad y el poder; se podría decir, de la vida ante la muerte.

AURELIO SCHININI nació en Asunción del Paraguay. Se dedica desde siempre al estudio de las plantas medicinales, mágicas y religiosas, particularmente en el área guaranítica. Es botánico profesional y desarrolla sus tareas en el Instituto de Botánica del Nordeste (CONICET-UNNE) de Corrientes, ciudad en la que reside desde hace 33 años. Realiza permanentes viajes por los distintos ambientes del nordeste de Argentina, Bolivia y Paraguay. Dado su interés por el estudio del comportamiento humano ante situaciones de aculturación y marginalidad, ha realizado una extensa documentación del folklore y la religiosidad popular de esos lugares


Aquiles Coppini, Corrientes. Madera, 17,3cm. Colección particular.

Aquiles Coppini, Corrientes. Madera, 6,2cm. Colección particular.


Ramón Gregorio Cabrera, Corrientes. Madera, 5,6cm. Colección Particular.


Anónimo, Corrientes. Hueso y caña, 15,4cm. Colección Garcia Uriburu.
EN ESA NOCHE SIN SUEÑO

de Hugo Mujica



poco queda al sacarnos la ropa,
poco o nada
al final de cada día

alguna cicatriz amordazando
una herida,
los propios huesos

y temblar bajo una sábana
mientras soñamos tibiezas.

llega la noche y ni una estrella
la nombra cielo,
llega
y entra y no pasa:

desnudo aún cierro los puños, aún aferro
mis sueños.

en el ocaso, en esa noche
que no es nuestra,
la muerte nos abrirá las manos.


HUGO MUJICA



Juan, 25 años, Corrientes. Septiembre 2004.


Ricardo, 26 años, Corrientes. Septiembre 2004.


Ariel, 24 años, Corrientes. Septiembre 2004.


Hugo Mujica nació en Buenos Aires en 1942. Desde 1961 a 1969 residió en los Estados Unidos y desde 1974 a 1975 en Francia y otros países europeos. Ha colaborado en gran número de prestigiosas revistas americanas y europeas. Cursó estudios de Bellas Artes, Filosofía, Antropología filosófica y Teología. Tiene publicados dieciocho libros de poesía, ensayo y cuentos, así como participaciones en libros filosóficos y diversas antologías poéticas.