domingo, 17 de mayo de 2009
El Replicante
Es una revista cultural mexicana que publicó en su número 19 esta nota de Juan Batalla con fotografías de Dany Barreto.
Lenguaje visual de altares populares argentinos
Como mala hierba la religiosidad popular brota donde no es bienvenida, en el seno mismo de un país que produjo y exportó psicoanálisis como uno de sus commodities principales. Y provoca un lenguaje dirigido a que los sentidos codifiquen una serie de datos estéticos destinados, en primera instancia, a establecer comunicación con un ente espiritual, que puede ser cifrado o abierto, y en muchos casos conceptualiza una épica biográfica tanto como ideas abstractas.
Los altares embanderados de rojo implican voluntad de victoria, contundencia fragmentaria. Acaso herencia de tiempos del dictador Juan Manuel de Rosas (1836 - 1852), quien forzó a la población a acatar la "divisa punzó", una rústica cinta de tela roja que debía lucir toda la población a modo de escarapela. El país quedó por entonces dividido en dos facciones que disputaron el poder y lucían símbolos rojos y celestes respectivamente. Estos colores sobreviven en el culto a gauchos fallecidos en circunstancias especiales, y éstos son honrados siguiendo los colores partidarios a los que adscribieron en vida . Pero, curiosamente, los cultos a gauchos identificados con el celeste languidecen. Pierden fervor e incluso son reconvertidos al rojo. Hasta el popularísimo Gauchito Gil parece haber sido víctima de este cambio de divisa post-mortem, ya que las más potables biografías acerca de Gil sugieren su simpatía por los celestes.
Nuestro amigo Farris Thompson plantea en torno a la tradición del uso de enseñas rojas, y del rojo en general en lo que atañe a los cultos populares, una matriz conga; a esa etnia pertenecían la mayoría de los esclavos llegados a Argentina, que en un momento representaron el 30% de la población del país; el rojo transmitía ideas claves en su cultura. Aunque también hay que observar la tradición italiana, importantísima corriente inmigratoria en el país, quienes en zonas rurales pintan las puertas de sus hogares de rojo como recaudo contra el "mal de ojo".
En Empedrado, pueblo del litoral argentino, una baliza de automóvil de forma triangular protege con rojo brillo la puerta de una construcción precaria dedicada al Gauchito Gil. Advierte de peligro, explícitamente llama la atención acerca de la potencia de la entidad allí conjurada, evocando estéticas de talismanes dotados de espejos que rechazan a los intrusos y advierten, severos, al modo de los utilizados en el vudú haitiano. Es el reflejo del espíritu, destello que activa una épica diferencial. Los espejos retrovisores de automóviles particulares, taxis y ómnibus suelen también alojar altares con rosarios y cintas: roja contra la envidia, o blanca, roja y verde para simbolizar a San Jorge, patrono de los transportes.
Otro personaje del siglo XIX, la Difunta Correa, que debió fugar a través del desierto con su hijo a cuestas, exhibe características visuales peculiares. Sus adoratorios se hallan a la vera de muchas rutas. En ellos se desarrolla y resuelve en tiempo mítico el drama que constituye la tripa de su historia. Además de las ofrendas de botellas de agua, elementos para bebés y patentes y neumáticos de automóviles, podemos encontrar a veces objetos únicos como una servilleta de papel impresa expresamente para servir en un cumpleaños infantil que hallamos en un altar de Tucumán: exhibía a Mickey y a Minnie (niños) viajando en auto (un medio de transporte) bajo palmeras (presencia de agua y sombra).
El culto a San La Muerte, tradición de raíz jesuítico - guaraní, vertebra en figuras de adoración estéticas que van desde lo figurativo tradicional, que consiste en tallas de esqueletos, hasta variantes sumariamente abstractas que pueden ser apenas una astilla del cajón de un muerto. Dentro de la vertiente figurativa se distingue entre esqueletos de madera o hueso con factura cercana a la imaginería tradicional de la zona y otros contaminados por imágenes propias del heavy metal y películas de terror. Los abstractos apenas semejan figuras reconocibles, y comunican la presencia de un misterio acaso más íntimo e insondable.
Los altares populares generan una transmisión visual que no siempre es domada por el comercio seriado destinado a satisfacer los íconos más obvios. E instalan valores e historias marginadas que producen un tramado distintivo del que se nutren las artes visuales, como lo hiciera Antonio Berni ( 1905 - 1981) con su precursora instalación dedicada a la Difunta Correa en 1971, y hoy lo hacen numerosos artistas contemporáneos argentinos.
Juan Batalla
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