lunes, 17 de septiembre de 2007

EL CUERPO COMO METÁFORA DE FÉ
Por Gustavo Insaurralde

“El primer interés del espíritu consiste en transformar
el cuerpo en órgano cabal de la voluntad”. George Hegel





San la Muerte tatuado, huella de porfiada devoción. Rúbrica de un pacto. Marca de poderosa omnipotencia. Así puede imaginarse el principio de algunos de los enigmas alrededor de esta misteriosa creencia popular fuertemente arraigada en el nordeste de Argentina y en Paraguay.
A lo largo de la historia y en las distintas culturas, el tatuaje constituye un símbolo de posición social, aunque en nuestros días esa práctica está más ligada a la moda y la estética, careciendo de significación referencial alguna. En el caso de San la Muerte, el tatuaje adquiere una original dimensión mística al grabar definitivamente en el cuerpo una imagen que evidencia la comprometida idolatría en que se manifiesta absoluta convicción y lealtad. De esta manera, la perspectiva hegeliana alcanza su definitiva potestad al asumir un cuerpo interpretado como enclave de la identidad existencial. Este paradojal hecho puede analizarse a partir de la sentencia del filósofo francés Maurice Merleau-Ponty cuando afirma: “Un cuerpo es para el alma su espacio natal y la matriz de todo otro espacio existente”.
Ya en la cultura griega se celebraba a un cuerpo visualizado como territorio del espíritu y, sin dudas, aquí, a partir de la insignia emblemática de San la Muerte, se construye la sumisa pleitesía de un dogma. Merleau-Ponty sostiene: “El cuerpo es a la vez vidente y visible para los otros. Aquel que mira todas las cosas que lo rodean, que se convierten como sus prolongaciones, en parte de sí, puede mirarse a sí mismo viendo, por ejemplo, en un espejo. Es, además de visible, sensible para sí mismo. Por eso el cuerpo humano no es una suma de partes, sólo existe cuando entre vidente y visible, entre tocante y tocado, entre un ojo y el otro, entre la mano y la mano, se hace un entrecruzamiento que alumbra el sentir sensible“.
A partir de esta lectura se puede afirmar que, si bien el culto a través del tatuaje implica cierta intimidad por la privacidad y marca una relación personal con el santo, al mismo tiempo adquiere trascendencia desde el momento en que la grafía toma estado público desde la exterioridad y una observación consensuada. De esta manera, el tributo concebido desde el cuerpo mismo se convierte en alegoría de la fe pero primordialmente en elemento de prédica, ya que es un recurso de afirmación y reconocimiento de lo que se profesa.
A través del relevamiento realizado se observa una asombrosa disparidad en la estética de los tatuajes. Desde aquellos ejecutados con delineaciones rudimentarias explorando la piel como superficie de improvisación hasta algunos más elaborados y realizados respetando una programada planificación en la obra. Es innegable la influencia de algunas corrientes internacionales de la especialidad, especialmente de aquella arraigada alrededor de la música del rock pesado, que trabaja con imágenes catalogadas y cuyos diseños se reproducen con escasas diferencias de acuerdo al pedido formulado por el cliente. En esa serie se puede reconocer los más producidos desde el punto de vista ornamental, con figuras prolijamente acabadas y notable creatividad en su formulación conceptual. Por otra parte, entre los menos, se descubren dibujos de una simpleza atractiva y una ingenuidad fascinante, quizás los más originales, adquiriendo especial sentido de pertenencia y unicidad en el adeudo con el santo. A ello se suma la transcripción, parcial o total, de la oración dedicada a San la Muerte como complemento ineludible del sugestivo ofrecimiento.
A la hora de analizar la ubicación no puede establecerse un patrón, ya que en la mayoría de los casos cada cuerpo fue incorporando una nueva obra con el transcurso del tiempo. Sin embargo, puede afirmarse que gran parte de los devotos concentran su santo tatuado en el pecho, la espalda y los brazos.
Aquí también es preciso señalar el marcado empeño de los practicantes de alimentar al santo a través de persistentes incisiones que se infligen a sí mismos con el natural derramamiento de sangre y las consecuentes cicatrices como testimonio de la ofrenda.
La iniciación al culto está estrechamente vinculada a un dominio condensado de amenazas y cargado de peligros. En el caso de los presos, los tatuajes surgen como expresión de libertad, y de ahí la notoria expansión de San la Muerte en el reducto carcelario.
Los devotos registrados en este ensayo fotográfico son mayoritariamente jóvenes y algunos pocos mayores. Todos hombres, quizás por ser el tatuaje una práctica generalmente masculina, aunque ellos mismos comentan conocer algunas mujeres que expresan su reverencia a San la Muerte a través del trazo definitivo en la piel.





Un mito regional
San la Muerte -considerado pagano por estar ausente del santoral- surge a mediados del siglo XVIII, luego de la expulsión de los jesuitas. Sus actuales seguidores confiesan realizarle promesas para conseguir y preservar trabajo, hallar cosas perdidas, obtener el amor de alguien y vengarse de un desaire.
También conocido como Señor de la Buena Muerte, la tradición afirma que el amuleto sólo tiene efectividad si fue bendecido por un sacerdote católico. Para lograr la bendición del amuleto, su dueño lo lleva escondido en la mano mientras pide la bendición de una estampita, logrando la consagración de ambas cosas. Luego, se debe llevar el amuleto durante siete viernes seguidos a otras tantas iglesias.
El historiador chaqueño José Miranda Borelli aporta una conclusión que propone desentrañar el hecho desde una mirada sociológica: “Hay una serie muy amplia de santos populares, algunos de la tradición hagiográfica católica, otros no. Todos estos santos, con sus caracteres especiales, con su influencia recibida en la región, con sus rasgos que han surgido de la simbiosis cultural producida, son parte del contexto religioso y de la cosmovisión de los pueblos del nordeste”.

El poder de las tallas
San la Muerte toma cuerpo y su representación varía de acuerdo al imaginero que la realiza. La figura clásica es el esqueleto humano, parado, determinado por rasgos sencillos -casi minimalistas-, frecuentemente teñida de negro y que además está ornamentada por la tradicional guadaña, que en algunos casos posee toques de pintura sangre en su filo. Esta misma imagen puede estar vestida, generalmente con lienzos negros y rojos.
Otros ejemplares están sentados y el más usual es aquel denominado como “Señor de la Paciencia”, algunos con las manos en las sienes y otros sosteniendo la barbilla. Sorprende conceptualmente una talla que muestra a San la Muerte sentado sobre el mundo, como persuadiendo de su poder tanto sobre lo terrenal como lo divino.
Las estatuillas elaboradas a partir de una bala servida -que hubiera herido y especialmente matado a un bautizado- son consideradas como las más poderosas entre los devotos. Generalmente son usadas como colgantes llevadas al cuello. En esta misma categorización de las estatuillas eficaces se distinguen las realizadas en hueso humano -preferentemente de un recién nacido o de personas con poderes- con el predominio de una llamativa abstracción.
Respecto a la estética de la producción santera, se debe reconocer una línea originaria descendiente del barroco español que se articula con otra de procedencia netamente guaraní conformando un legado único y en permanente transición.




El protagonismo de los santeros
Aquiles Coppini (36 años) es el mayor referente entre los santeros de la cárcel, lugar donde se concentra una importante legión de devotos. Preso hace 14 años, rinde culto a San la Muerte desde la aparición del santo en un sueño, y por ello tiene el privilegio de custodiar el altar de culto general de los reclusos correntinos. Autodidacta por la ausencia de un maestro que buscó sin suerte, ahora guía otros jóvenes con la generosidad que él no encontró. Talla en madera y hueso -animal y humano-, posee algunos santos pintados y también otros vestidos. Su colección permite apreciar el riesgo artístico de su permanente innovación, con una estética propia y variada que prueba su talento pero también la devoción. Sus obras son valoradas y buscadas por distinguidos coleccionistas y entusiastas creyentes. En su cuerpo lleva sólo un tatuaje, porque -según admite- reserva su piel para una importante ofrenda que promete cumplir muy pronto. También ostenta joyas de oro, todas entregadas al santo por favores recibidos.
Entre los antecesores se debe mencionar como tallistas históricos de la cárcel a Cirilo Miranda, Julio Conti y Ramón González, quienes consolidaron la tradición. Hoy siguen este trabajo César D´Andrea y Julio Lezcano, pero sin dudas Aquiles Coppini es un referente ineluctable para conocer y desentrañar los misterios y secretos de San la Muerte.
Gregorio Cabrera (67 años) es santero de oficio, herencia familiar que lleva con orgullo y prudente silencio. Actualmente se desempeña como personal del Museo Provincial de Artesanías (Corrientes), donde también da clases y realiza trabajos a pedido. Aunque no confiesa ser devoto de San la Muerte, se puede advertir el fervoroso esmero puesto en cada una de sus estatuillas, realizadas con perseverante dedicación. La mayor parte de su producción está hecha en madera -especialmente palosanto- y algunos ejemplares pertenecen a la colección oficial, aunque también son muy valorados para altares privados.


Ramón Gregorio Cabrera en su taller dentro del Museo de Artesanías y Folklore de la ciudad de Corrientes, 2004.


Andrés Cáceres (oriundo de Derqui, como Cabrera) trabaja la madera y el hueso, especialmente el hueso humano, asignando a las falanges cierta potencialidad mágica benéfica para las tallas.
Jorge Abel Lossada (oriundo de Mercedes) es un reconocido orfebre que realiza sus santitos en plata y oro, fundamentalmente para ser incorporados bajo la piel.
La familia Rodríguez (Capiatá, Paraguay) representa una estirpe de tradición no sólo en la devoción sino también en la particular estética que caracteriza la producción seriada que logra. El rito santero se remonta al pionero Cándido -ya muerto-, cuya herencia perpetúa hoy su prolífica descendencia con una destacada fabricación artesanal de manufactura con cierto vestigio industrial, pero sin perder la solemnidad de rigor que impone la santería popular.
Aquí se aprecia una figura voluminosa y sensual, tallada en madera con rasgos definidos por una impronta personal que oscila entre la serenidad de una ilusión de ensueño y la pasión de una inquietante quimera. Además, se suma el tono blanco que define cada pieza con líneas negras que exaltan la figura.

Altares en el camino
Viajando por las rutas del nordeste argentino es frecuente encontrarse con pequeñas capillas dedicadas a San la Muerte. Algunas, como aquellas que rinden tributo al Gauchito Gil, se distinguen a lo lejos por las banderas rojas que flamean incesantes bajo el calcinante sol del verano y el inquebrantable viento norte de las tradicionales siestas desoladas. En otros casos, las improvisadas construcciones donde se venera a San la Muerte se encuentran en las inmediaciones de la modesta vivienda que habita el santero responsable del lugar, acompañado de su familia promesera.
Siempre la postal se completa con velas encendidas y consumiéndose sobre otras, todas testimonio efímero de una gracia pedida o concedida. Tampoco faltan las botellas de buena bebida arrinconadas en el suelo, que generalmente se convida a quienes pasan por el altar, más aun cada 15 de agosto, día dedicado a la celebración que rinde honores a San la Muerte.
Detenerse en un altar implica descubrir la extraña esencia del ritual a través de una visión onírica que enlaza la fugacidad del viaje con una inevitable mirada costumbrista signada por el imaginario colectivo. La revelación de lo ausente es un verdadero misterio hasta que uno se apropia de lo irreal asignándole el aura personal.


GUSTAVO INSAURRALDE (1971). Periodista cultural. Integrante de la redacción de El Diario de Resistencia, Chaco (1990-2003). Presenta y prologa artistas. Jurado de salones de artes plásticas regionales y nacionales. Colaborador de la Fundación Urunday para la Bienal Internacional de Escultura (1995-2002). Autor de notas publicadas en diarios de Argentina, Paraguay y Costa Rica. Autor de “Vientos de cambio. Protagonismo entre la transición y la evolución”, publicado en 50 años de arte chaqueño. De los pioneros a los nuevos lenguajes, editado por la Universidad Nacional del Nordeste (2003). Director de Recya –Revista de cultura y arte- (2003-2004). Corresponsal de Arte al día. Reside en Resistencia, Chaco.

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