MÚLTIPLES VERSIONES DEL "MÁS JUSTO DE LOS SANTOS"
Por María Julia Carozzi y Daniel Míguez
Juan, 25años, Corrientes, 2004.
El culto a San La Muerte florece particularmente en aquellas regiones en que poblaciones originarias de habla guaraní atravesaron la experiencia de ser “reducidas” en misiones jesuíticas. En esas áreas geográficas las formas de vincularse con el santo son múltiples. Para algunos, San La Muerte ofrece una protección absolutamente personal e intransferible que sólo será accesible a otro cuando -después de la propia muerte- se apodere de la talla. Otros -curanderos y payés-, invocan su poder en favor de clientes y pacientes al tiempo que lo mantienen oculto a sus ojos. Para algunas personas es un santo doméstico que habita en un rincón escondido de la casa y protege sin distinción a todos los miembros de la familia. Otras lo ofrecen a la adoración de promeseros en un altar del que se constituyen en cuidadoras o guardianas y de cuyo mantenimiento se hacen responsables de por vida. Algunas de estas últimas se encargan de organizar fiestas públicas en el día del santo, que para algunos es el 13 y para otros el 15 de agosto.
También son múltiples los poderes de San La Muerte: como casi todos los demás santos populares, recibe ofrendas y, a cambio, otorga favores relacionados con los principales problemas de la existencia humana. Es apto para recuperar el amor, la salud y la fortuna. Protege contra los daños, cura el mal de ojo y trae suerte en el juego. Pero también es claro que algunas particularidades lo diferencian de otros integrantes del panteón popular: libra de la muerte a quien lo lleva tatuado o “incorporado” y puede causar la muerte a los enemigos de sus devotos. Estas propiedades lo han vuelto el santo protector de aquellos que viven vidas violentas, donde el riesgo de morir es frecuente: muchos de los presos de la cárcel de Corrientes, en algunos casos personas vinculadas al delito, la violencia y el riesgo, practican las formas más corpóreas del rito que consisten en incrustarse bajo la piel a un San La Muerte tallado en una bala o en una falange humana y tatuarse su imagen como protección.
La multiplicidad de funciones y prácticas asociadas al santo en los que alguna vez fueron territorios de las misiones jesuíticas no parece ajena al secreto que debió rodear su culto ni a la antigüedad de este (el primer registro escrito de una figura tallada de La Muerte data en el año de 1735 su obtención, realizada mediante el robo a “un indio viejo”). El culto de los huesos, tanto de los grandes shamanes guaraníes como de los niños muertos -que servían a los payés vivos para comunicarse con el mundo de los espíritus-, era perseguido por los jesuitas, quienes no dudaban en encontrar actos de inspiración diabólica en estas amenazas de reinstauración de una tradición que amenazaba su autoridad. En tiempos inmediatamente posteriores a su expulsión, efectuada en 1786, la mera posesión de una imagen de bulto de la muerte constituía suficiente evidencia para ser juzgado por hechicería. Por un largo período, la Iglesia Católica continuaría la persecución del culto bajo amenaza de excomunión. Desde tiempos remotos, el santo y su devoción debieron entonces mantenerse ocultos, apenas revelados a los íntimos, en un secreto que a un tiempo agigantó sus poderes y multiplicó sus interpretaciones.
Las fiestas dedicadas a San La Muerte parecen constituir los únicos momentos de intercambio público de sus poderes y hazañas. Sin embargo, ni todos los devotos asisten a ellas ni todos los que asisten son dados al intercambio verbal durante el desarrollo de un ritual que prefiere las oraciones repetidas, las velas, las ofrendas, el asado y la bebida compartida, la música del chamamé, la procesión y el baile.
La antigüedad y la escasa publicidad de los saberes relacionados con el santo también parecen haber resultado en una miríada de historias asociadas a él que resuenan a un tiempo con la catequesis jesuítica; con la buena muerte del barroco español; con los espíritus de los héroes civilizadores y los grandes shamanes guaraníticos fallecidos que ayudaban a los payés vivientes; con los muertos capaces de atrapar a los vivos y producir desgracias de la tradición congo (en 1760 más de un cuarto de la población de Corrientes era de origen africano); con los gauchos alzados perseguidos por la justicia, poderosos en vida y milagrosos después de muertos, de la religiosidad popular y con los exús que habitan en los cementerios de las religiones afro-brasileñas.
En medio de esta diversidad, sin embargo, los relatos asocian repetidamente a San La Muerte con la justicia -se trata, dicen, del santo más justo-, aunque los significados que se otorgan a este concepto también son diversos. Algunas versiones indican que es un “santo justo” porque sirve para recuperar objetos robados y castigar a quien los ha tomado indebidamente. Otras, aluden a la justicia de la muerte, que se lleva por igual y sin consideraciones a ricos y pobres, poderosos y humildes, mujeres y varones.
Anónimo, Iberá, Corrientes. Hueso, 4,8cm. Colección Schinini.
En ciertos relatos, sus tallas aparecen protegiendo al Gauchito Gil o al Gaucho Lega, perseguidos injustamente por los encargados de hacer cumplir la ley y de quienes se dice que robaban a los ricos para ayudar a los pobres, asociándolo por esta vía indirecta también con la justicia social. En otros, más frecuentes, se afirma que es justo porque concede favores pero castiga muy severamente al promesero que no cumple con su obligación, promoviendo de tal modo un trato cuidadoso por el que no conviene invocarlo en vano. San La Muerte mantiene entonces, en las múltiples versiones que circulan en el que fuera territorio de las misiones, un cierto código moral que debe acatarse. Aun en las ocasiones en que su culto está en manos de personas que transgreden la ley y emplean la violencia, estas personas tienen numerosas obligaciones para con el santo con las que deben cumplir a cambio de su protección.
Acompañando la voluminosa migración de la población litoraleña, San La Muerte también se instaló en los suburbios de las grandes ciudades, fundamentalmente en el conurbano bonaerense. En ese ámbito, su devoción ha pasado por períodos de escasa visibilidad, en los que si bien existían personas que profesaban el culto de manera privada, o en grupos pequeños que mantenían las creencias de su pueblo de origen, no había una presencia pública notoria de la devoción. Los cambios y transformaciones que se produjeron en la última década conllevaron una expansión del culto. Como suele ocurrir con las devociones populares, ese resurgimiento implicó cambios: el San La Muerte que se expande en los noventa en los suburbios de Buenos Aires es algo distinto del que conocemos tanto en las provincias del litoral argentino y en el Paraguay como entre los migrantes provenientes de ese origen y sus descendientes inmediatos.
Hasta donde lo hemos podido ver, el San La Muerte que reaparece en el conurbano de Buenos Aires en los noventa se relaciona fuertemente con la emergencia de una cultura juvenil de la transgresión. El santo aparece tatuado en los cuerpos de muchos jóvenes de los sectores suburbanos empobrecidos que se dedican al delito. Pero los jóvenes que se tatúan a San La Muerte, a diferencia de lo que se suele encontrar en el litoral, no conocen del todo al santo: no averiguaron su origen, no saben demasiado sobre su historia, ni están enterados de los deberes y obligaciones que genera llevarlo. Muchos, pese a tenerlo tatuado, dicen no creer totalmente en él. Algunos señalan que lo llevan porque les gustó la imagen, otros porque saben que ‘protege de la muerte’, pero no conocen la tradición ni le presentan ofrendas. Posiblemente, en la identificación con el santo no pese tanto la posibilidad de la protección o las connotaciones morales del mito, sino la estética: su imagen algo amenazante, vinculada a la muerte y a la violencia, representa la relación de oposición que muchos de estos jóvenes establecen con la sociedad convencional, al tiempo que expresa la permanente cercanía con la muerte que experimentan en sus vidas. De tal modo, agregan otra manera de relacionarse con el santo a las ya existentes e imprimen un nuevo impulso a un culto que parece encontrar en la multiplicidad de las formas de vinculación que alberga una de las claves de su vigencia y dinamismo.
MARÍA JULIA CAROZZI recibió su doctorado en Antropología de la Universidad de California, Los Angeles. Es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y vicepresidenta de la Asociación de Cientistas Sociales de la Religión en el Mercosur. Ha investigado sobre santos populares, nuevos movimientos religiosos, la Umbanda y el movimiento New Age en Buenos Aires. Sobre estos temas publicó tres libros y numerosos artículos en Argentina, Brasil, México, Italia y Bélgica. Actualmente investiga las concepciones, experiencias y transformaciones del cuerpo en diversas manifestaciones de la religiosidad popular
DANIEL MÍGUEZ es Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, Doctor en Antropología por la Universidad de Amsterdam, Investigador del CONICET y de la Universidad de San Martín y profesor de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires. Ha investigado sobre cultura y marginalidad, particularmente en las áreas de educación, delito y religiosidad popular.
lunes, 17 de septiembre de 2007
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3 comentarios:
me gusto conocer mas de san la muerte soy devota lo conocí por sircuntancias especiales nada que tenga que ver con personas privadas de su libertad lo llevo en mi pecho en una medalla le tuve miedo pero cuando lo conosi lo ame es mi santo protector mio y de mis hijos menos de mi marido que no le gusta mucho pero se acostumbro a vivir con su imagen no lo usen para el mal úsenlo su imagen para el bien el por que sus ojos son mis ojos asme ver lo que quiero ver el te hace ver tus errores.
Elsa Franco 18/08/11
ituzaingo provincia de buenos aires.
Sería interesante que se citen las fuentes de donde se ha obtenido la información. Me suenan varios párrafos, ideas y hechos históricos de la región que ya los he escrito y publicado.
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