lunes, 17 de septiembre de 2007

EROS, SANTIDAD Y MUERTE: UNA EXPERIENCIA FOTOGRÁFICA
Por Horacio González






Estamos ante un trabajo que consiste en ver cómo transmigra un objeto santo del hueso al cuerpo, del palosanto a la piel. Es la piel del encarcelado. El gesto del tatuaje corporal representa el arcaísmo mayor del arte. Quizás es posible decir que el cuerpo es la primer superficie del arte, antes que la piedra o el barro. De allí podría provenir el deseo de inmortalidad del cuerpo, puesto que el arte –sustituto del alma difusa- surgiría como algo superior a la carne transitoria. De todas maneras, esta serie de cuerpos inscriptos, cuerpos portadores de imágenes y textos, significan la escena primitiva de lo religioso, su grado más elemental y sacrificial. Hay que ver el tatuaje como una remota forma de suplicio, que lleva en sí misma su seña de protección. El tatuaje protege y conmemora, sobre la base de que hay un daño que se apartó para siempre si consigo ponerlo penitencialmente sobre mí.

La serie fotográfica compone cuerpos con tatuajes de San La Muerte y estatuillas del propio Santo provocativo, señor del conjuro y la intermediación equívoca. Hay aquí una feliz acumulación artística cuyo tema es el primitivismo sarcástico de lo sagrado, con su versión tallada en los cuerpos. Es lo que parece llevar a un hedonismo de la representación de lo aciago. La muerte y el eros, otra vez en matrimonio socarrón. La mirada fotográfica realiza una exploración intensiva, de antropólogo exigente, jugando con el lienzo de esos cuerpos que han confiado el tatuaje a sus distintos escondites, como en una caverna con extrañas dificultades de acceso.





Es que los cuerpos son como cavernas o santuarios, paredes prehistóricas. Las fotos remarcan una lejana y suave procacidad, contenida entre las efigies desafiantes del inmemorial Señor de la Guadaña. Su imagen responde a la representación heredada de la osamenta que aún carga su forma humana, la proverbial alusión animista a la muerte. Su santificación espontánea responde sin duda a un acto de inversión carnavalesca de la divinidad, lo que permite aventurar que ha surgido de cárceles, guerras y carencias. Es el Cristo subvertido, como se sabe, que en la oscura intuición de sus seguidores se estira satíricamente hasta sus antípodas.

Es un culto irónico que así fusiona el poder de la divinidad con la estampa irreverente del que espera la hora de la siega. El barroquismo exploró esta imagen dramáticamente para acercar las religiones institucionales al uso de ídolos, estampas, tallas, medallas, objetos encantados y propiciatorios que son intermediadores entre los deseos y su cumplimiento, o mejor, entre los deseos y la oscura ansiedad de destino que ellos provocan.
Como contrafigura y fetiche de una teología negativa, San La Muerte es parte de la vasta imaginería popular, a la que el periodismo y la antropología le han dedicado hace décadas sus interés. Data de cuarenta años el artículo de Rodolfo Walsh (escrito con el mismo tono que se reconoce en su Operación masacre) en el cual registra esa “mitología inédita” que atraviesa las oleadas de tiempo de las culturas populares, y recientemente recordamos los estudios de simbologías populares que ha emprendido Rubén Dri. Sin embargo, aquí se emplea la foto como un arte de devolución del fetiche al fetiche de los cuerpos.

También aparecen fotografiadas, por cierto, tallas en sus más diversas configuraciones. Lo que de allí surge es un catálogo de formas encantadas, legadas por milenios de talladuras populares, impresionantes en su rudeza de gruta idolátrica, con un santoral ingenuo que juega con un sentimiento aterrador. Este juego es precisamente lo que reproduce la lente de los fotógrafos. La obra artística que ellos componen restituye al cuerpo su carácter de intermediario entre el arte y el amuleto. Hacen del cuerpo un tabernáculo de fe oscura.

La foto busca los ángulos y las perspectivas de brazos, piernas, torsos, espaldas, en sus recodos sigilosos. Hurga en las escenas más desgarradoras del sacrificio y el exorcismo, con esos brazos levantados, esos bustos que no dejan su oscuridad sensual mientras se ponen en involuntaria plegaria para el retrato. Emocionante comprobación de la forma más extrema de las invocaciones, culto secreto contra la desesperación, que el arte fotográfico encuentra como voto de sanación y sustitución religiosa. Pero una religión sustituida es otra religión, cuestión que la filosofía ha indagado y estas fotos liberan de su cárcel en los mismas soportales de la cárcel.


HORACIO GONZÁLEZ es profesor de Historia de la cultura argentina en las universidades de Buenos Aires, Rosario y La Plata. Autor de los libros: Arlt, política y locura; La crisálida: dialéctica y metamorfosis; Restos pampeanos; Retórica y locura; Filosofía de la conspiración; El filósofo cesante; La ética picaresca, entre otros. Miembro de la revista de crítica El ojo mocho. Actual subdirector de la Biblioteca Nacional.


Jorge, 18 años. Corrientes, septiembre 2004.


Daniel, 35 años. Corrientes, septiembre 2004.


Miguel, 23 años. San Roque, septiembre 2004.


Ariel, 24 años. Corrientes, septiembre 2004.

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