lunes, 17 de septiembre de 2007

TRAZOS FRAGMENTARIOS
por Fernando Loustaunau

Sabido es que figuras clave del surrealismo ya reivindican en los lejanos veinte el arte africano. Los tres célebres mosqueteros, autores del ya legendario manifiesto, se ven particularmente tentados hacia ese “nègre nouveau”.
No puede parecer extraño; hay naturales afinidades entre la cosmogonía africana tradicional y algunas de las bases sustentadas por esa removedora vanguardia: visión global del mundo, resolución de antinomias, el azar y sus circunstancias. Ni qué hablar del inconsciente manifestado a través del sueño, tan recurrido él. Pero base, en los hechos, de la poesía libre, escritura automática y toda la conocida infantería pesada.
Una afinidad – que en realidad es casi una fuente que podría casi ser una catarata -, afinidad que, según creo, jamás fue señalada, convoca a Lautréamont, catalogado históricamente de fundador espiritual del movimiento surrealista. Como es sabido, este falso conde se crió en la decimonónica Montevideo en tiempos en que ambas capitales platenses albergaban una representativa presencia de negros esclavos. Y al ser huérfano de madre el futuro poeta (por darle un calificativo políticamente correcto, claro), no parece aventurado señalar que recibió al menos parcial educación por parte de morenos. Educación que, de haber existido, claro, habría muy probablemente desbordado los límites de los códigos establecidos.
Un siglo y medio después, Daniel Barreto y Juan Batalla, circulan por las costas del mismo río, extirpándole a ese largo pasado continuo – discontinuo - trazas de la vieja Africa. Pero también plasmando en esas mismas arenas, primera visión de esos negros al atravesar el mundo, elementos que les son de algún modo familiares.
Una de las virtudes de este tiempo histórico, es que ya casi no hay que aclarar la inexistencia de fundamento racional alguno que nos pueda salvar. Cornelius Castoriadis se torna bastante irrefutable cuando define (“La institución imaginaria de la sociedad”) justamente la creación continuada mediante la cual la sociedad se hace ser, siendo creada la institución en el tiempo de los individuos, de las cosas y de la sociedad a partir de una nebulosa de significaciones imaginarias. Es que desde el fondo mismo de la Antigüedad, se ha soslayado el ser propio de lo social-histórico como imaginario, en beneficio de una teoría de la esencia de la sociedad y de la historia.
Paradojalmente – o no tanto -, Buenos Aires y Montevideo comparten un vacío metafísico casi insondable, vacío metafísico que sólo se puede llenar con el vocablo tango (y no hablo, claro, ni de música, ni de danza ni mucho menos de letra). Y ese vocablo tango, que resume la extranjería de nosotros mismos como ningún otro, es significativamente africano.
No es el momento de ponernos a averiguar demasiadas cosas, pero lo cierto es que el tango conoce su desarrollo más notorio – o al menos su pasaporte internacional – en la París de esa misma década del veinte. Es la urbe imperial que se autoriza la muestra L’Art Nègre en el Museo de Artes Decorativas, puntualmente en 1923. Muestra que cuenta con la participación – tal vez no del todo casual -, de un tal Pedro Figari, ese proustiano de barrios bajos.Pero claro, el artista no tiene más responsabilidad que su propia producción. Lo cual ya es una gran responsabilidad. La historia, la tradición, el acervo, los acervos hablan desde otros registros que, por fortuna, no son siempre registrados.
Así, la obra de Barreto&Batalla está cargada de una impresionante fuerza erótica, que más que negra es humana.
Georges Bataille, casi el propietario del término, no escatima esfuerzo en afirmar que el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte. La disolución de lo individual en un ser anónimo es el horizonte por relación al cual el erotismo, que tiene siempre por efecto una perturbación, encuentra su sentido para el hombre. Así, deviene “la puesta en cuestión de la existencia”.
Como se sabe, este sujeto apabullantemente lúcido, influyó de modo profundo en Gilles Deleuze, para quien la historia de la filosofía se parece a la técnica del encolado en pintura. En su ya casi clásico “Diferencia y Repetición” señala que la diferencia no es la negación, al igual que la repetición no se reduce a un simple volver a decir; basta evocar el modelo nietzscheano del Eterno Retorno – término ya de filosofía de bolsillo, casi – para comprender que toda afirmación de lo mismo es ya una potencia de subversión de lo idéntico.
El hecho artístico de Barreto&Batalla se repite en la arena, en espacios fungibles, fragmentarios, ahistóricos, en infinitos “encolados” de moluscos que son mucho más que moluscos.
Se trata de una experiencia de land art, no tanto por cuestiones etimológicas, como podría indicar la obviedad. Sino más bien porque la incrustación transitoria de estas marcas, es análoga a la recomposición constante de nuestra existencia. Es además un arte que no tiene convencimientos perpetuos ni colectivamente respetables; se apoya en una fuerza exclusivamente telúrica, que rechaza toda instalación (jugando deliberadamente con la palabra). En “La fresca ruina de la tierra”, un libro reciente de Félix Duque, se alude a Gordon Matta-Clark y su receta de land art. El artista agujerea los muros de casas en ruinas, o hiende un edificio por la mitad, para dejar así salir a la luz la sorda resistencia de los materiales empleados, para hacer indisponible la morada misma del hombre mortal. A partir de todos estos procesos, recopila Matta-Clark una exhaustiva documentación para remarcar la convivencia del hombre con ruinas fabricadas. Ruinas que producen una estupefacción que en última instancia generan ternura. Una ternura que asemeja de manera desazonante a la introspección de nuestra propia vida. Ante lo cual reflexiona Duque: “Con todo, es cierto que aquí el arte cree en algo: si no en la historia, cree al menos en la tierra, en la fuerza telúrica, la fuerza que se revela (justamente a través de su vinculación técnica) y que se rebela contra toda fijación (pues sabe que la construcción implica una destrucción constante)”.
En ausencia de grandes verdades acaparadoras, en conciencia de esa institucionalidad imaginaria, sabiéndose definitivamente carente de grandes narraciones totalizadoras, queda el fragmento.
El fragmento es la verdad acequible y vale por sí mismo y es nuevo aunque sea “lo mismo”. El fragmento vale no como expresión de alguna totalidad.
Y se parece, el fragmento, a la acción sexual, a ciertas acciones sexuales que se llevan a cabo de apuro, o en espacios o situaciones no convencionales. Acorde, tal vez con este tiempo histórico enlentecido, pero taurinamente a las corridas. Se atribuye al pobre Proust muchas cosas y muchas frases, incluso algunas cruelmente simpáticas. Parece que dijo que el amor – al menos se lo atribuye Harold Bloom, con lo cual suena bastante importante -, “es un ejemplo de lo poco que significa para nosotros la realidad”. Del sexo en sí, no dijo nada; sólo le dedicó un opus de tres mil largas páginas.
En medio de esas encrucijadas cabe interpretar, según creo, a Barreto&Batalla. Claro, ya Nietzsche advierte que aquello para lo cual se puede encontrar palabras ha muerto en el corazón. Por tanto, el habla incluye siempre una suerte de testamento oral.
Es que estas obras, bajo una deliberada apariencia de naividad, coartada demasiado cómoda para no sospechar, son piezas de difícil clasificación. No son obra de artistas, ni artesanos, ni poetas, ni filósofos, ni locos. Nada que se pueda expresar por un sustantivo, me parece.
Pero hay una animalidad, un salvajismo, una exuberancia sexual, que los constituye en un nosotros. Es una suerte de contra definición del hombre, modelado por la estructura del trabajo y forzado en consecuencia a moderar, por no decir desconocer, el exceso sexual.
Pero no es, definitivamente no es ni pretende ser una obra “transgresora” (y me hago cargo de las comillas); de modo ostensible ésta termina levantando la prohibición sin suprimirla. Es, insisto, un nosotros, que aflora, de flor, con la genitalidad que encierra el término. Que del fondo de la tierra, nos muestra otra vez – igual y diferente - el infinito vacío,la nebulosa de significaciones imaginarias como dice Castoriadis, como dice el tango nuestro, de nosotros.

Fernando Loustaunau



"Ogún I" técnica mixta,158 x 92cm, 2002. BA-BA.



"Obatalá" técnica mixta,105cm x 45cm, 2002. BA-BA.



"Babalú Ayé I" técnica mixta, 122cm x 39cm, 2002. BA-BA.



"Iemanjá I" técnica mixta, 100cm x 40cm, 2002. BA-BA.

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